EL DIA QUE MATE A OFELIA

Nos deja, se va, y no ha de volver. No, que ya murió, no vendrá otra vez...” 

Hace un tiempo hice el ritual que escuché en un podcast sobre el arcano 13, el diablo. Se trataba de destruir lo que ya no se necesita para poder crear de nuevo; las cosas deben morir para que nazcan otras. Transmutar, destruir lo viejo y dar lugar al porvenir. 

Vela blanca, plato, fósforos, carta de tarot del arcano 13, cronometro, lápiz y papel. Había que encender la vela, mirar la carta durante 13 exactos minutos pensando en la trasmutación, en matar lo viejo, en lo que debía nacer de eso. La primera imagen que vino a mi cabeza fue el cuadro Ofelia de John Everett Millais. Trate de concentrarme en lo que quería cambiar en mi pero la imagen del cuadro regresaba insistentemente. Sin embargo, ya no era la imagen del cuadro, sino que yo era Ofelia yaciente en el rio, rodeada de flores, pero también estaba parada en el agua al lado de Ofelia. Inés hundía el cuerpo de Ofelia, la empujaba hacia abajo, la mataba y remataba. 

Paso un tiempo, estaba en un rio y de repente me acorde de Ofelia. Me acosté en el agua y pensé en la muerte de Ofelia, en mi matando a Ofelia. Días después me agarro curiosidad sobre quién era Ofelia. Yo sabía que era un personaje de Hamlet, nada más y conocía el cuadro, obvio. Tremenda fue mi sorpresa cuando leí sobre ese personaje. 

Ofelia realmente era yo. Brujerías. 

Ya se cumple casi un año de ese ritual y recién termino de leer Hamlet. Había mucho de Ofelia en mí. Una vez terminado el ritual tenia que escribir en un papel lo que había visto y pensado en esos 13 minutos. Releí ese papel, revisé la lista. Ofelia ya está muerta, muchas cosas logré cambiar, salí del agua siendo otra mujer; mientras otras, están por llegar...
“Junto a un río un sauce al sesgo crece, cuyas canudas hojas se reflejan en las corrientes aguas cristalinas; allí la cien ceñida de fantásticas guirnaldas de ranúnculos y hortigas, de mayas y purpúreas abejeras a las que nombre menos decoroso da el rústico pastor, y que las castas doncellas llaman dedos de difuntos; allí, trepando por colgar sus flores de los pendientes ramos, se quebranta un vástago envidioso, y juntamente con sus trofeos rústicos, la pobre al quejumbroso arroyo cae. Sus ropas la sostuvieron, huecas y extendidas, sobre las raudas aguas cual sirena, y en tanto iba cantando de tonadas antiguas trozos mil, como ignorante de su peligro, o como ser criado, nacido en aquel húmedo elemento. Poco duró, que al cabo sus vestidos, pesados con el agua que absorbían, interrumpiendo su cantar sabroso, a cenagosa muerte la arrastraron”. (Gertrudis, en el acto IV, escena VII)

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